El viaje del dragón quedó finalista en el concurso literario Antonio Machado, Premios del Tren

Burll acariciaba sus alas con cierta indolencia mientras contemplaba el paso del río Okar a sus pies. Las colinas azules se recortaban al fondo y un viento suave, cálido y de color naranja abandonaba el día moviendo a su paso las copas de los árboles que, inclinados hacia poniente, parecían estar adorando al sol. A esa hora, el inicio del crepúsculo, empezaba a formarse la densa niebla que como todas las tardes se extendía por todo el valle. Burll, excitado por la contemplación de un paisaje tan cautivador empezó a acariciarse las alas con más entusiasmo, tanto que llegado un momento se detuvo algo avergonzado. No le resultaba fácil acomodarse a las exigencias que imponían las buenas costumbres a cerca de hasta qué punto uno podía acariciarse sus propias alas sin llamar la atención. Era como poner límites a la digestión o algo así. Cada vez sentía más la necesidad de marchar lejos de las montañas donde había nacido y no es que las detestase, sencillamente quería conocer sitios nuevos, ver lugares que ni siquiera había imaginado, estar con otros seres y compartir momentos con alguien que no tuviera inconveniente en, pongo por caso, sacar la lengua tuviera el aspecto que tuviera. Es decir, quería viajar. Lejos. Se acordó de Aurora, hija de Paladine, que tantos viajes había hecho a lo largo de su vida y que al regresar siempre contaba a sus hermanos todo lo que había visto, sus descubrimientos y aventuras. Burll le escuchaba fascinado y le entraban unas ganas terribles de hacer lo mismo. De todos los hijos de Reina Oscura era él quien más deseaba continuar su saga fuera de los volcanes de Krynn. Claro que para eso tendría que encontrar a alguien con quien tener una buena nidada. Entonces pensó en Aurora, a quien no se le había vuelto a ver desde su última partida, de esto hacía más de mil soles, tanto tiempo que muchos murmuraban que probablemente algo malo le había pasado pues no era normal que tardara tanto en regresar. Entonces, se le ocurrió a Burll una gran idea: ir a buscar a Aurora. No tenía ni la más remota noción de por donde podía estar, pero lo que sí sabía es que jamás repetía los lugares que visitaba, y dado que había visitado tantos, podía empezar la búsqueda descartando los sitios en los que ya había estado, primero probando con los más cercanos y poco a poco yendo a los que estaban más lejos. Dilató sus fosas nasales, respiró el aire denso con fuerza y se deleitó con su sabor pensando en que pronto lo echaría de menos. Después expulsó parte en forma de una tenue llamarada.

Lo malo de dormir sobre un gran montón de oro es que te deja la espalda baldada, lo bueno, que nadie lo echa de menos cuando duerme fuera de casa. Al menos eso era lo que pensaba Burll al final de su segundo día de viaje, justo cuando se disponía a pasar la noche sobre un confortable lecho de hierbas y paja. Estaba encantado aunque observó algo preocupado que sus alas, debido al esfuerzo de estar todo el día volando, habían perdido su metálico brillo. Burll presumía de tener escamas de oro, plata, y molibdeno en mayor proporción que el resto de sus congéneres. Según decían era un rasgo típico de la familia de su madre, Reina Oscura, que también lucía cobre, turmalina y bronce a lo largo del abdomen.

Burll podía aún distinguir a lo lejos los límites de su tierra natal, las montañas Kharolis, bajo la acostumbrada capa de niebla. El valle del que procedía, apenas era ya un puntito azul y rojo en el horizonte y pronto entraría en la zona de las nubes perennes de Ignea Morgana, que tendría que pasar volando. En pocos días llegaría a la tierra de Allá, donde, según decían, sólo luce un sol, los ríos llevan agua transparente, las montañas no son azules, y lo más increíble de todo, el aire no entra en combustión con facilidad. Un infierno, seguramente, pero Burll estaba decidido a visitarlo y si de paso encontraba a Aurora, hija de Paladine, tanto mejor. De hecho, ya había decidido que la encontraría a cualquier precio, y una vez a su lado la convencería para que se uniera a él con el fin de reproducirse. La convencería o la forzaría. Esta idea se fue implantando con mayor fuerza en su voluntad a medida que se alejaba de su tierra, de forma que cuando por fin llegó a los confines de Allá, estaba plenamente decidido a procrear con Aurora, tanto si ella estaba dispuesta como si no. Burll, llegado el caso, no tenía inconveniente en usar la violencia para colmar sus deseos.

Los dragones son criaturas extrañas cuando están despiertas, pero aún más dormidas. Una de las innumerables leyendas que corren sobre estos fantásticos seres, dice que en sueños son capaces de vivir con mayor intensidad lo soñado que despiertos lo real, de modo que son incapaces de distinguir ambos mundos, de ahí su locura. Cuando Burll llegó por fin a las tierras de Allá, se encontraba tan cansado que en su primera noche no soñó absolutamente nada. Cayó tan profundamente dormido que se sumió en la nada sin que ninguna parte de su cerebro registrase ningún tipo de actividad. Un sueño profundo en el limbo, sin imágenes ni nada que pudiera rivalizar con la realidad que le esperaba al día siguiente.

Una realidad tan terrible, que bien pudo ser un sueño, mejor dicho, una pesadilla.

 

Cuando Aurora abandonó por última vez la Tierra de Krynn no pudo imaginar que en esta ocasión iba a pasárselo tan bien. Ni en sus más fantásticos sueños, que como hemos dicho, eran vividos como reales, había estado en un sitio así. Según pudo saber, se llamaba Inglaterra y verdaderamente era un lugar que merecía la pena visitar. Para empezar, estaba situada en una zona boscosa donde el olor a humedad era tan intenso que hasta dejó de padecer su habitual ardor de estómago. Cuando notaba que la digestión iba a darle la lata, lo único que tenía que hacer era tumbarse boca abajo sobre una pradera de hierba fresca y dejar que una reconfortante sensación de alivio le invadiera placenteramente. A pesar de todo, añoraba las laderas sulfurosas de la cordillera de volcanes donde había nacido, a sus hermanos y mucho más a su padre, Paladine, el fundador de una estirpe de dragones buenos a quien quería muchísimo. Eran los hijos de la Luz y andaban sobre dos patas, volaban de forma armoniosa y tenían piedras preciosas entre sus escamas, a diferencia de los cinco hijos de Reina Oscura, que eran malignos, buscaban el daño y además presumían de tener oro, plata y molibdeno en las alas, cuando en realidad, solo eran de carbón. La madre Reina Oscura, incluso, mantenía que en su abdomen llevaba cobre, bronce y turmalina, una tontería que el peor de sus hijos, el malísimo Burll no paraba de repetir con orgullo injustificado. Estos dragones malos, caminaban apoyándose en las cuatro patas y arrastraban la cola obscenamente de forma que una nube de polvo los seguía en todos sus desplazamientos por tierra. Cuando volaban, lo hacían de forma convulsiva sin gracia, como atacados por un extraño mal que los hiciera ir dando tumbos sin ninguna justificación.

Los dos clanes de dragones compartían un espacio común aunque los perversos hijos de Reina Oscura, trataran de que no fuera común sino exclusivo. Si no fuera por la buena disposición de los hijos de la luz en más de una ocasión habrían terminado en cruentos enfrentamientos. Como una ocasión en que Burll intentó violar a Nívea, una hermana de Aurora, la más pequeña. Ese día Paladine estuvo a punto de perder los estribos y entablar una gran batalla contra la saga del mal, pero finalmente fue la propia Nívea quien tranquilizó a su padre haciéndole desistir de la lucha. Burll nunca fue consciente de que con ese gesto su víctima le salvó la vida, pues a buen seguro que habría perecido en una pelea abierta contra Paladine, capaz de fundir con su aliento los metales más resistentes, y reducir a cenizas el carbón más tenaz. Claro, que Burll tenía la cabeza más dura que una roca de basalto y jamás se daba por perdido en su afán en causar daño y destrucción.

 

El día había amanecido en esa parte del mundo, como otros tantos días, con una niebla espesa y pegajosa. Puré de guisantes lo llamaban las criaturas que habitaban aquellos confines de Allá. Aurora se desperezó lentamente, se incorporó sobre sus dos patas, batió varias veces sus magníficas alas para desentumecerlas y chasqueó la lengua dentro de una boca tan reseca, que al rozar con el paladar saltaron brillantes chispas que inmediatamente provocaron una tenue llamarada en el bostezo que vino a continuación. Se rascó con desidia la barriga y lentamente se asomó al pie del acantilado, a dos pasos de la entrada de la cueva donde últimamente vivía. Observó el valle fascinada por el extraño camino de hierro que serpenteaba al fondo y sobre el cual siempre pasaba a esa hora una criatura acorazada expeliendo una nube de humo gris y atronando el silencio con un machacante traqueteo. Le encantaba contemplar el paso del monstruo y todas las mañanas se quedaba expectante hasta que por fin, con su acostumbrada puntualidad, se dejaba ver con su inseparable aliento de humo. Después de unos minutos de silencio llegó la bestia de hierro aunque en esta ocasión, apenas visible, pues ese día el puré de guisantes era más espeso que de costumbre. Aurora abrió las fosas nasales todo lo que pudo y reconoció un aroma en el aire que no le era del todo ajeno. Y no sólo pertenecía a la gran serpiente metálica.

 

Burll, después de una noche sin haber soñado con nada, se agarró a la realidad nada más despertarse con mayor furia que de costumbre. Se levantó envuelto en una densa niebla que apenas dejaba ver a más de doce metros de distancia sin que eso supusiera ningún obstáculo para proseguir su viaje, pues su extraordinario olfato le servía para guiarse sin peligro por el campo que se extendía ante él. Tomó todo el aire que pudo y se lanzó por un acantilado con su estrafalaria forma de volar, analizando todos los olores que le llegaban envueltos en una atmósfera fresca, húmeda y… ¡con el inconfundible aroma de dragona joven! No podía equivocarse, Aurora estaba cerca, muy cerca. Por fin, y sin demasiado esfuerzo, había encontrado la presa que buscaba. Se sentía realmente dichoso y convencido de que él era el dragón más inteligente de Krynn, capaz de alcanzar en poco tiempo todo aquello que se proponía, en este caso a la joven Aurora. Entonces, aprovechando un pequeño claro en la niebla, la pudo distinguir claramente a lo lejos, con su cuerpo rutilante y hermoso. Excitado por su rápido hallazgo se lanzó en un vertiginoso picado con el afán de sorprenderla y que no tuviera tiempo de reacción. Pronto estaría gozando de veras.

El impacto fue terrible. El maquinista se bajó sorprendido por la violencia del golpe preguntándose qué clase de vaca se había llevado en esta ocasión por delante. Más tarde, con un trozo de carne en la mano recogido de una de las ruedas de su potente Baldwin de cinco ejes, confirmó que en efecto se trataba de la vaca más rara y grande que había visto en toda su vida.

 

 

                                                                                                                                        F i n